February 05, 2013


¡Hormiga! ¡¡Hormigaaaaaaa!


El martes pasado volvía a casa después de visitar a Alfredo cuando la Colina de la Hormiga tembló bajo mis pies. Me asusté bastante. Hacía dos días que había visto un documental en televisión sobre la gran falla de San Francisco que me impresionó tanto que ahora con cada ruido inesperado veía acercarse el cataclismo final.

La Colina de la Hormiga es un cerro de no más de cincuenta metros de altura que se encuentra a las afueras del pueblo, saliendo hacia Piedrapava. Alfredo vive allí desde que hace tres años su padre decidiera traspasar el bar de la plaza y montar una granja de gambas. «La gambifactoría» la llamábamos nosotros en un alarde de originalidad. Las tardes de verano, después de la siesta, nos acercábamos hasta allí y veíamos a las gambas nadar. A algunas les poníamos nombre, pero para localizarlas al día siguiente nos las veíamos y nos las deseábamos. No os podéis hacer una idea de lo parecidas que son, todas con sus dos ojos negros y sus bigotillos puntiagudos. La gabardina, el huevo o la mahonesa, se ve que se la ponen luego, una vez muertas. Tampoco ayuda su escasa agudeza auditiva. Horas y horas encaramados a las vallas de las piscinas nos hemos pasado gritando.
    —¡Sandraaaaaaa, Sandraaaaaaaaaaaaa!
    —¡¡Eduardo!! ¡¡Eduaaaaaaaaardo!!
    —¡Aliciaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!
Para mí que se hacían las locas, porque aquellos berridos los tenían que oír a la fuerza.

Eché a correr monte abajo como si me persiguiera una manadad de avestruces eufóricas cuando de repente el pie de la montaña se abrió con un crujido ensordecedor. ¡Ñreeeeeeck...!! Me agazapé detrás de unos arbustos secos que tapaban más bien poco y esperé a que todo se calmara. La tierra siguió vibrando unos segundos mientras la oquedad crecía hasta alcanzar una altura considerable. Esperé un poco más antes de moverme. De repente se hizo un silencio absoluto y una inquietante quietud. Seguí en mi escondrijo un poco más, esperando una réplica que no se produjo. Debía de ser un terremoto unitembloral.

Presa a partes iguales de la curiosidad y el pánico, me acerqué a la entrada de la nueva cueva. Con ese tamaño, el bicho que la habitara debería ser enormemente grande. Di dos pasos, asomé la cabeza dentro pero no se veía nada, no se oía el más mínimo rumor. Di dos pasos más y ya desde dentro llamé.
    —¡Hormiga! ¡¡Hormiga giganteeeee!!

Si hubiera fumado habría llevado un mechero y si fuera minero una pila, pero el temblor me pilló de improviso y con lo puesto, así que di media vuelta y me fui para casa. Al llegar a la carretera volví la cabeza y me pareció ver algo, dos puntos rojos que me miraban desde la boca de la cueva.

Ya eran las ocho y media y el partido de la Champions estaba a punto de empezar.

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Salen los niños alegres / de la escuela, / poniendo en el aire tibio / de abril canciones tiernas. / ¡Qué alegría tiene el hondo / silencio de la calleja! / Un silencio hecho pedazos / por risas de plata nueva.


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