Todos aquellos que han tenido la desgracia, o el inmenso placer, porque con estas cosas nunca se sabe y hay gente muy rara, de conocerme en persona, ya saben que en cuanto arrecia el frío las mano se me echan a perder; los nudillos se me agrietan, me salen cortes microscópicos que tardan semanas en cicatrizar y la piel adquiere una textura más propia del que trabaja el cemento y la llana que de alguien que se mueve entre lápices y bolígrafos y que lo más parecido que ha visto a la escayola son unos cilindros blancos de polvo compacto que utiliza para escribir en la pizarra.

Esos mismos del párrafo anterior, saben que las he probado todas, sin demasiada asiduidad porque la constancia no es una de mis virtudes, y que sólo me ha faltado untarme las manos con la Vichyssoise que tienen en el restaurante de debajo de casa. ¿Pero qué hago hablando en presente? Debería haber empleado el pretérito imperfecto de indicativo, las manos se me echaban, la piel adquiría, me salían cortes, los nudillos...

Una mañana de sábado sería, en la sección de potingues del Mercadona la descubrí por casualidad. Estaba encerrada en un recipiente mitad azul mitad blanco —también los había violáceos y amarillentos— y en la tapa, en grande lo ponía bien claro.


Sería la caléndula, la manteca de Karité o el estar enriquecida con Vitamina E, pero desde aquel sábado no nos separamos ni un momento. Incluso algunas noches hemos llegado a dormir juntos.

Pst... mano de santo, oiga. Y no será por frío.

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